QUE LOS HERÓICOS combatientes por la libertad
hubiesen muerto resistiendo,
proporcionaba una excusa perfecta
para celebrar su muerte en O Cambedo.
Sesenta años antes, cuando los gobiernos decidieron el asalto,
los fríos días de diciembre no mostraban
señal particular que, como un hito,
habría de conmemorarse con el tiempo:
era
tan
sólo;
la asunción de la dignidad imprescindible.
* * *
No hubo más juicio ni prisión para Bernardino García o Juan Salgado
que su orgullo de fieros resistentes.
Fueron luego –como escarmiento– sus cadáveres al público expuestos.
Jamás se supo de su lugar definitivo de reposo –no era conveniente crear héroes–,
sólo Demetrio García quedó vivo: En Tarrafal, Cabo Verde– tres años prisionero,
catorce más en Lisboa. Después
–el rostro envejecido por tan larga condena–
aún mantenía la esperanza y la ilusión
para combatir nuevamente si fuese necesario.
Pero entonces, en aquel tiempo de alimañas, la muerte era
algo mecánico, sin las contingencias del rito,
con la materialidad del seco golpe que produce al caer
una cabeza, inerte
sobre la dureza del granito o la tierra.
¿Dónde estaban entonces los poetas?,
habrían sufrido –los verdaderos–
igual destino que los protagonistas de los hechos?
O tal vez fuesen niños, y ya adultos
de lo que había ocurrido no serían
hasta mucho después conocedores, y los otros,
los consagrados, tal vez fuesen entonces
oportunos seminaristas, estudiantes prudentes o laureados rapsodas
en juegos florales del frente de juventudes,
(no obstante su ulterior reconversión,
–cuando ya no hubo peligro–
en versiones provincianas de aguerridos Majakowskis
excepto en el suicidio)
* * *
El día de la celebración hubo placa,
empresarios demócratas,
políticos en discreta pose, famosos
legitimando el acto con su sola presencia.
Los expertos llegados de uno y otro lugar de la frontera
explicaron a los protagonistas cómo habían sido los hechos.
Un poeta –de los de ahora– homenajeó a los mártires con sus versos de siempre,
impertinentes, –y un poco ridículos también– allí bajo la lluvia.
De improvisar para la ocasión fue incapaz.
La afectada intención de su lectura, era, de cierto, inconveniente:
–las consignas, las patrias, las banderas,
los tópicos de siempre–
ante la candidez de las gentes campesinas,
que a las solas palabras,
un silencio anteponían, de años,
una mirada limpia, procuradora
de carne en salmuera y crujiente pan
amasado con sus propias manos.
Nadie escuchó lo que tenían que decir,
o tal vez no quisieran decir nada.
Allá, entonces, cuando todo sucedió,
habían acogido a los proscritos,
como vecinos de una sola patria, o quizá
como si las patrias no existiesen:
la lengua era tan sólo un continuo con matices,
la frontera, un arma más, para hostigar a gobiernos execrables.
No argumento ambas, sólo instrumento.
El poeta henchido de sí, pronunció la última sílaba.
Otros poetas más cobardes,
ante un mínimo gesto de desacuerdo,
propinaban correctores codazos subrepticios
a quien desaprobaba el sesgo de la celebración.
¿Habría sido considerada de buen tono aquella fiereza
aquel luchar de entonces, de ser contemporáneos suyos algunos de los que hoy les rendían homenaje?
¿O era tan sólo un pretexto, un bochornoso autohomenaje
de los que hoy, finales de 1996, fecha infausta, falsa efeméride,
dicen: –nunca nos equivocamos, siempre
escogemos el bando más rentable
en el transcurrir proceloso de la historia?
* * *
Una exposición en el pobre y digno, centro cultural de la comarca,
conmemoraba aquellos hechos que conformaban su memoria.
La fotocopia de un artículo firmado por Moutinho,
sobre el amigo Granell, para ilustrar
una guerra ajena en la que participaron en bando definido
hasta bien entrada la misérrima postguerra,
salvaba aquella farsa:
fez saltar sete pontes
e só nâo explodíu a oitava por respeto a arquitectura romana.
Los notables concelebrantes se fueron dispersando
hacia el lugar del ágape.
Llovía mansamente.
[diciembre 1996]