LA JOVEN QUE ABRE LAS PUERTAS DE LA NOCHE

Eugenio F. Granell. «La joven que abre las puertas de la noche». Madera policromada. 1993-1994. 92,5 x 22,5 x 22,5 cm.

La conferencia sobre la escultura “La joven que abre las puertas de la noche” dentro de las actividades  Mi pieza favorita, se celebró en la Fundación Granell en Santiago de Compostela, el miércoles 25 de marzo de 1998. Algunos días antes, en su casa de Príncipe de Vergara, en Madrid, pude charlar con él y leerle algunos fragmentos de lo que a continuación transcribo.

 
Son almas de objetos lo que estoy mirando no objetos.

….y por un instante soñé con volver a coleccionar libros como Hyeroglyphica de Piero Valeriani, Imprese Ilustri de Camili, Hypnerotomaquia Poliphilii de Colonna, Symbolicarum Quaestionum de Universo Genere de Bocchius, las Transformatione de Dolce, la Morosophie de la Perrière, y tantos otros que tuve entre mis manos y vendí para comprar espadas del S.XVI, prefiriendo la contemplación al estudio, lo instantáneo a lo sucesivo.

 Juan Eduardo Cirlot

 
 Es preciso interpretar, encontrar símbolos aún cuando no los haya.

Mircea Eliade

 

He intentado que la verdad contenida en estas tres citas planee sobre todo lo que sigue.

Siendo la escultura un arte de práctica minoritaria respecto a la pintura, inclusive respecto a otras formas de expresión emergentes y que, en la contemporaneidad gozan de mayor prestigio, constato que, quienes me precedieron eligiendo su obra favorita, se decantaron mayoritariamente por esculturas dentro del amplio repertorio plástico que ofrece Granell.

Aunque desde las vanguardias históricas hasta hoy se hayan dado con profusión justificaciones teóricas y alegatos plásticos para explicar aquello que por su naturaleza no precisa exégesis, si el artista usa otro medio de expresión que el que utiliza habitualmente, o si reflexiona sobre la función que ocupa –aunque no sea sobre la suya propia, especialmente si no es sobre la suya propia–, debe hacerlo de un modo periférico o anecdótico. Como diría Antonio Saura “suele ser ­–el artista– considerado como un ser necesariamente inspirado pero indigno de expresarse en otros lenguajes, carente de astucia intelectual y de visión totalizadora”.

Indigno pues, ocupo inapropiadamente esta tribuna que debiera estar reservada a filólogos, pedagogos, psicólogos, críticos o periodistas, profesiones todas ellas de trascendencia y multidisciplinariedad ejemplar en la modernidad deslumbrante desde donde acechan. Desde la indignidad pues, trataré de comentar el significado que, para mí tiene, esta obra de Granell, indefectiblemente una escultura, pues soy o me pretendo escultor.

Si debiésemos buscar un artista paradigmático que hubiese utilizado con profusión multiplicidad de lenguajes con éxito, ese sería Granell.

Considera, con estudiada coquetería irónica, ser “aprendiz de todo y maestro de nada”, que no importa el lenguaje utilizado, pues, aunque los elementos que facultan la expresión sean diversos, lo resultante es invariablemente idéntico y, por establecer un cauce mucho más amplio a la expresión, derriba los compartimentos en que se tiende a encerrarla. Fugitivo de reducciones totalizadoras, ni su escultura es exclusivamente escultórica, ni su literatura o su pintura son exclusivamente lo uno o lo otro sino todo a la vez. Su producción es un continuum, en el que lo único importante es atenazar la expresión sin importar el medio o el lenguaje.

Decía Bretón en el Manifiesto del Surrealismo que, “ todo acto lleva en sí mismo su justificación, al menos para quien ha sido capaz de cometerlo, que está dotado de un poder irradiante que la menor glosa es capaz de debilitar”. No me supongo tanta capacidad como para depreciar la obra de Granell, pero ¿de qué cabría hablar?, ¿de técnica?, ¿de assemblage?, ¿de ready-made?, ¿de collage escultórico?, ¿de orden?, ¿de proporción?, ¿ de esculto-pintura?, ¿de pictura poesis?, ¿de sculpta poesis?, o por el contrario otros conceptos de los que su obra es sugeridora, vagos e inasibles, inconsútiles e intangibles sería menester que fuesen tratados por un fino estilista o un profesional de la cultura, pero no por un escultor, pues la materia aflige a quien la toca y su pesantez, la naturaleza que le es propia, apresa al hacedor, y si el contacto es prolongado acaba por transmitirle también su condición positiva.

Aún cuando la escultura de Granell no sea esencialmente escultórica y participe de hallazgos que, desde “La copa de absenta” o “Cabeza de toro” de Picasso, también desde los ready-made de Duchamp, han ido incorporándose a un concepto abierto y regenerador del lenguaje escultórico a lo largo del S. XX; no puede sustraerse sin embargo al hecho de ser objeto, arte-facto; ser, aquello que para el buscador de la verdad, para el destilador de sustancia, representa la materialidad aterradora. Es decir la anti-parábola de la esencia y de lo inefable: la escultura.

Esta serie de objetos, de materializaciones, aparecen en la producción granelliana desde no hace más de veinte años. ¿Por qué habría de sentir Eugenio tan tardíamente, –como sintieron igualmente otros pintores– la necesidad de plasmar su inquietud estética u orientar su búsqueda formal hacia un arte que, a pesar de las revitalizaciones reseñadas, de la ruptura de barreras que lo acercarían a otros artes es, no obstante, un arte desprestigiado, alejado del cómodo hacer de la pintura, aún cuando ésta, conceptual o formalmente haya avanzado menos; y que desprestigiado por esencial, por material, resulte o se le presente como definitiva e incontrastablemente antimoderno?

La escultura ha sido menospreciada por Baudelaire, (uno de sus ya seculares detractores, junto con Stendhal) quien encuentra en la pintura “ un misterio singular que no se puede palpar con los dedos” ¡como si ello fuera imposible en escultura!

La considera inferior porque puede ser contemplada desde múltiples puntos de vista, no presentando uno único y excluyente de cuanto perfil alberga.

En la actualidad se la sigue considerando inferior. Calvo Serraller sostiene que “sobrevive como antigua, pero no es capaz de resistir la acción corrosiva del envejecer”.

Esto que podría parecer evidente, es una gran falacia: el tiempo, aunque haga desaparecer físicamente la escultura, –––( si ésta puede considerarse tal, siempre trabaja a su favor –ya saben el tópico de “el tiempo gran escultor”– )––– y hace que por su carácter, su aura en palabras de Walter Benjamin, perdure “más allá de su duración material”–.

Todo este embrollo podría resumirse así: La escultura nace intemporal, por tanto no puede envejecer, su duración puede convertirla en antigua y, aunque desaparezca, su huella permanece.

¿Por qué, habiendo realizado con anterioridad una pintura que llevaba por título “La joven que abre las puertas de la noche”, ­–en la actualidad en una de las más prestigiosas colecciones particulares de surrealismo, en Francia­– habría de sentir Eugenio la necesidad de la escultura y de nombrar nuevamente, de esculpir re-semantizando del mismo modo un trozo de madera tosca, una suerte de fetiche con pretensiones?

Podría hablarse del escultor, del transformador de la materia como de un poeta; según D’Ors como de un constructor de cachivaches, y, en el arte escultórico que practica Granell estaría más cerca de la función redefinitoria –tarea de dios– que, con tan sólo poner nombre a las cosas posibilita su existencia, dota de trascendencia a la materia, o parafraseando a Emmanuel Guigon en un aserto que incluye en su ensayo sobre el collage en España, “ si la cola no hace al collage”, entonces la materia tampoco hace a la escultura.

La esencia de la escultura es, en lo íntimo, y más que en ningún otro arte, la transmaterialidad, un “ejercicio de retracción” tal como plantea Valente “ un acto de aceptación o de reconocimiento (…) no un acto de penetración de la materia, sino pasión de ser penetrado por ella”.

Participa el escultor con ese acto mínimo en el advenimiento de la obra, en el cumplimiento de la materia, donde como accidente o como agente transitivo actúa al dictado de aquello que lo habita y lo posee y que, abriéndose paso a través suyo se perpetúa, retornando a lo no personal, a lo no subjetivo, al acervo común de todo lo que existiendo desde siempre puede encarnarse, convertirse en materia, materializarse.

Nunca Granell se ha propuesto una suerte de hermenéutica sobre su obra. Sería absurdo. Tan sólo en “Los amantes sorprendidos en la playa de Riazor” explica el suceso, pero no las claves y la naturaleza motivadora de la obra, porque es imposible. Responde este criterio de Eugenio a la máxima alquímica contenida en el Rosarium Philosophorum: “ Cuando hablábamos abiertamente no decíamos –en realidad– nada, pero cuando escribíamos en lenguaje cifrado o en imágenes ocultábamos la verdad.

La imposibilidad de explicar cómo se producen las imágenes es, para Granell, “la inasibilidad del hilo de plata” consciente de que toda búsqueda sincera de la forma debe producirse inconscientemente. Pero también, en el escrito “Arte y Artistas en Guatemala”, plantea la imposibilidad de explicar la obra de arte, del mismo modo que es inexplicable un rito, y arbitrando ante la estupidez una solución radical: decapitar al profano que se atreva a decir “explíqueme, no entiendo”.

Heme pues a punto de entrar en plena función exegética –a Eugenio estas cosas le hacen mucha gracia, consciente no sólo de la veracidad de la máxima de Bretón, sino de la inutilidad del esfuerzo– y, cuando le enseño mis cuartillas, su chispeante humor aflora y se ríe socarrón:

– “¡caramba!, ¡pues ahora que lo dices!. Has visto cosas que jamás se me habrían ocurrido, … y dime… ¿30 carillas?; hombre, con eso hasta se puede escribir un libro” (…) hazme caso y no pierdas el tiempo, si quieres escribir sobre arte hazlo sobre Velázquez”.

R – “eso ya lo ha hecho Gaya”.

– “¡Bah!, ese es un estalinista, y todo lo que dice es muy aburrido, no me interesa nada.

­– ¿A ti te interesa esa pintura sosa y sin consistencia que hace?: Me parece que su drama es no conseguir encarnar el espíritu en la materia que es lo que él admira en Velázquez y en Tiziano”…

Suponía que habiéndome sorprendido y agradado tanto, incluso regocijado con el sutil sentido del humor que despliega en todas sus obras, desde la primera vez que las vi allá por 1990, o 1991 en la Galería “La Kábala”, o habiéndome emocionado tanto la lectura de sus ensayos –por decirlo de un modo schlesingeriano–, su literatura de artista, al encontrarme por primera vez ante alguien todavía vivo cuya obra hacía que no se enfrentasen en mi ante su lectura, el disfrute estético, el acuerdo ideológico, el posicionamiento y la visión del mundo, el origen común y la vieja tradición cultural, el cosmopolitismo y la más deslumbrante y arrolladora modernidad; habría por tanto, enriquecerme forzosamente conversar con el autor, alguien de quien su poética y la belleza de su discurso se me hubo manifestado a modo de revelación. No fue así.

He constatado que el viaje, todo viaje que nos aventura en el hecho artístico ha de realizarse siempre solo “todo el sino del dios moribundo ha de vivirse necesariamente solo” dicho con palabras de Ehrenzweig, pero no solamente respecto a la elaboración sino también respecto a la apreciación del hecho artístico. Esto es lo más importante que he aprendido de Granell, la profunda empatía, la comunión ética y estética, el humor pesar de la terribilidad del recuerdo y no obstante la soledad suprema, pues la experiencia es personal e intransferible.

La grandeza de Eugenio consiste en la accesibilidad del viejo camarada y sus preocupaciones que “son humanas muy humanas”. La magia y la oportunidad de la palabra establecen un ámbito mediúmnico de clara inspiración, –el que yo persigo con afán– pero que el menor intento por abarcarlo hace que se desvanezca. Es, justo ahí donde la escultura habita a medio lugar entre la evanescencia y la materialidad.

He ido rehuyendo abordar frontalmente aquello para lo que estoy aquí, con un circunloquio acaso pertinente sobre la escultura y su génesis; así pues no me queda sino explicar por qué he elegido como pieza favorita “La joven que abre las puertas de la noche”, como si el sólo título de la obra no fuese motivo suficiente.

Establece Eugenio en “La joven que abre las puertas de la noche” un aura de misterio desde su impenetrable máscara hierática. Pero, ¿de qué noche abre las puertas la joven, y porqué es joven y porqué mujer?

En la analogía que el Granell escritor establece entre la obra de Garcilaso y El Greco, los poetas entrevén “ese universo que vibra con luz propia y distinta. En el que la sombra resplandece”.

Es de creación de lo que hablamos, y dado que la musa se manifiesta siempre a través de la imagen que de ella se configura, es el medio elegido por el adorador devoto el que ella escoge para mostrar su presencia.

Es en la oscuridad donde habita la musa bajo la advocación de la escultura.

La guardiana de las puertas de la oscuridad, de la noche, es una presencia que se expresa a sí misma. Permanece ingrávida anclada en su mutismo. Rodeada de un halo de insondable receptividad inmóvil, extiende sus manos y acoge a quien la busca.

Su verticalidad marca la línea que separa lo cierto del abismo. La bellísima sierva púber y humilde que nos había hipnotizado, emerge en toda su dignidad y muestra su más terrible faz, pronunciando las fatídicas palabras: soy tú mismo.

Esencialmente vertical, palo, árbol, antena, forma erguida que secciona el espacio, también columna o axis mundi que comunica cielo y tierra, receptadora de mensajes ocultos.

El adepto juega. Deja el subconsciente que disponga los elementos. En el caso de Eugenio, con humor, sediciosamente. El rostro de la diosa, impenetrable. Significante irónico de un mundo after-media ultracatódico, enmarcado por la barroca proliferación capilar de un elemento insólito como dos bordones de cortina.

Proclaman los ciberfilósofos que el pensamiento se aleja a la velocidad de la imagen: cuánto más rápida es ésta, más lento es aquel. Granell dispone una rígida forma vertical varada perfectamente inmóvil, un tótem conjurador del movimiento. El rostro irónico, cabeza-receptáculo, capital-rostro totémico de máscara intemporal, invariable, antigua, ídolo de plástico representando la tensión de los contrarios, ojo ciego que permite ver si se dispone del objeto técnico o la clave. Definitivo antagonismo entre kinesis y stasis.

Ese rostro, humana anti-mímesis, habría sido definido sabiamente por el gato filósofo de Fat Freddy en un rapto de avasalladora lucidez como “una alianza entre dios y la tecnología”.

Parábola del ojo cerebro de Leonardo referido por Eugenio como “única posibilidad de pensar, de ver”, de percibir las palabras sucias o vacías de contenido, profundamente manidas, sesgadas. Ojo del Big Brother que definió otro trotskista igualmente alerta, a través del cual el poder ejerce su control, el dirigismo y la información más allá de todo límite del alma y la conciencia.

La sombra vertical que la pieza muestra ser, tan sólo con leves toques rojos para definir su pubis, rojos también los peligrosos senos, hipnóticos de arrebatadora pasión, remite a la dama de la noche, a la joven de la noche a la que ofrendaron Donne, Keats, Clare. Abrumador espejo hacia el que vuelve el propio deseo de pasión de expresar siempre insatisfecha , con las facciones de la joven de la noche, de la muerte, reflejo sin el que el mundo no tendría sentido y en cuyo fuego arde el más profundo anhelo.

Ese rostro perfectamente níveo, argentado, blanco, blanco trigo, blanco lunar, blanca emanación lechosa, vía láctea –y estamos hablando de ello en Santiago– es “altamente sensible al reflejo del verde” (Granell), como complementario del rojo, o como contrario del negro, y destaca con su brillo sombrío en lo alto de la oscura armadura, del fuste de tiniebla.

Como observa también Granell “y puesto que la sombra no es consecuencia de la luz sino que ella misma es luz sui géneris, adquiere pleno sentido el contrasentido sólo aparente de Góngora: “que la nieve es sombra oscura” “(Granell)”. Es el blanco rostro de la joven, tan sólo aparente contrasentido de un rostro blanco en un cuerpo de tiniebla, de sombra, y que responde a un nombre igualmente de noche. El rostro ciego de la joven de los mil ojos “…significa blanco rielante, como la palabra Argos. … también Ío la diosa, nodriza del infante Dionisio” –he de recordar aquí que mi contacto con Granell vino determinado por la figura de Cándido Fernández Mazas en su advocación angélica a la que se han referido entre otros Gurméndez o Eugenio Montes. Cándido, es decir: blanco níveo, pero cuyo otro nombre, como él mismo nos recuerda, es Dionys, Dionisos o Denys como firmó algunas veces y que fue amigo muy querido de Eugenio– guardado por Argos Panoptes “todo ojos, el monstruo de los cien ojos” (Graves)

Pero no es tan sólo una coincidencia que Granell haya establecido para una figura vertical de la que el valor numérico de su dimensión vertical suma siete, es de color negro al igual que las vírgenes negras –representación medieval de la diosa– y que lleve por título “La joven que abre las puertas de la noche”, un rostro simbólico de mil ojos y color blanco, sino que la escultura que yo inicialmente había elegido y que por no hallarse en catálogo no pudo ser mi favorita, no sólo presenta igual suma del valor numérico de su dimensión vertical, iguales colores y el rostro igualmente blanco poseído de una expresión fanática “que no refleja ternura o comprensión. Es noble, soberano y hierático (…) produce la impresión de un ídolo bárbaro”(las V. N.) sino que lleva por título “Isis doblando el rayo de oro”. Esta diosa blanca o virgen negra de la que Graves dice que “le gusta destruir, destruye sólo para vivificar”, está incluida en el capítulo del libro titulado “El único tema poético”, con lo que podemos determinar porqué Eugenio representa, convierte en creación el propio motivo de lo expresado, pero también nos revela la identidad de “La joven que abre las puertas de la noche”, de la sombra, de la inspiración y la poesía.

Volvamos a Granell. “El pasaje que acoge a las ninfas lo alumbra el hechizo de un peculiar fulgor. El lugar elegido es un campo de sombra. Hasta él no se filtra ni el más tenue rayo de sol. Es, casi la penumbra lunar”, lugar habitualmente reclamado por los poetas o los creadores para advocar la inspiración, a la diosa, al tema único de la verdadera creación, de la única poesía posible, lugar de penumbra del que a Julio Clovio le resultaba difícil sacar a El Greco a pasear por Roma en un apetecible día radiante “pues turbaba su luz interior”, y que recoge Huxley en Temas y Variaciones, pero también Granell en el mismo ensayo al que me estoy refiriendo.

Y en otro párrafo: “Tiniebla enteriza, íntegra, no exclusiva del arte de pintar, sino que también se nutre de amplias zonas de la revelación poética (Granell) y por supuesto en la escultura único arte corpóreo en el que puede adquirir presencia la diosa, en el que puede mostrar forma la inspiración, en la que el mito se revela material y como corresponde a su naturaleza, en la expresión artística más cercana a lo invariable, a lo inmutable, a lo eterno.

Y aún en otro: “La sombra, omnipresente, ahoga la idea de que fuese posible su desaparición. Es inútil que el poeta se esfuerce en pensarla desvanecida o ausente, ya disuelta. La sombra se manifiesta en todo”. Profundamente etérea, suprema expresión de lo inasible en la corporeidad, y por supuesto pilar, color necesario, perfecta encarnación en la materia de “La joven que abre las puertas de la noche” que, con amenazador, con histérico rostro abre sus brazos negros, en un alto cuerpo negro. Encarnación silenciosa de la forma y forma que, de tan exigua en su evanescencia, es casi inmateria …y sin embargo forma.

De qué poca escasa, estremecida materia, nos impresiona la mínima presencia, el casi sólo perfil de la escultura de Granell, qué severa belleza, enorme de tan fugaz y breve. Por instantánea, por escultura opuesta a la percepción en la sucesividad temporal y en consecuencia extraordinariamente esencial.

Giacometti, otro escultor, definía así la manifestación de la sombra, de la diosa, de la musa, de la inspiración, del único tema poético a través de la materia: “Hay esculturas bolas negras que se oponen violentamente al vacío, esculturas vallas, blancas y negras, esculturas que crean un espacio gris de silencio inmóvil, otras un compacto espacio de tinieblas, como si estuviesen ahuecadas en negativo en una masa negra”. Nuevamente la sombra, que según Granell se manifiesta en todo, también en el espacio en el que se establece la escultura: Espacio donde se inscribe, pero también espacio que su sola presencia crea: sombra que genera sombra, noche que genera noche, noche y sombra en mutua identidad reveladora.

En su compleja estructura simbólica “La joven que abre las puertas de la noche”, presenta otro elemento fundamentador de la eficacia poética que Granell le otorga. Al abrir las puertas de la noche, hace que la tiniebla rodee igualmente al invocador de formas, invocador de la única forma posible, haciendo cierta la última parte de la afirmación de D’ Ors provista de un evidente tono peyorativo: “La escultura (si no es un cachivache) …es un dios”.

Manos extendidas, brazos abiertos, abiertos todos los dedos, supremo acogimiento, indefinido mudra, como indefinida es la forma que debieran adoptar unas manos para abrir las hipotéticas puertas de la noche. Pero también manos que necesita el escultor, (no así los ojos) a diferencia del poeta o del pintor para ejecutar su obra y que en la representación simbólica de aquella adoración que va a posibilitarle traspasar el umbral del sueño y la consciencia poniéndolo en contacto con el mundo primordial donde se albergan todas las formas, hará que sea, de las piezas de Eugenio, donde representar minuciosamente las manos de un modo íntegro alcanza mayor misterio. En pintura tan sólo una fantasmagórica mano cortada, realizada para la escenografía de “La vida es sueño” como un fantasma personalizado o un grupo de personas fantasmal, o sus inquietantes manos-mujeres, rendidas bajo el peso abrumador del pathos.

En cambio en su escultura aparecen íntegramente manos en “Hapsepsut” o en la “Princesa de Éboli”, en una sostienen una maza, en la otra una cadena. También en “Amenophis III” negras y cruzadas, o en las “Galas de Circe”. Pero tan sólo en la “Princesa de Éboli “ han sido realizadas artesanalmente por Eugenio, aunque como va dicho están ocupadas, en “La Reina de África” no, y en ella también se toma la molestia de fabricarlas detalladamente, y esta escultura tiene ya una identidad mucho más cercana a la de la pieza de la que nos ocupamos. Es en “La joven que abre las puertas de la noche” donde las manos tampoco se ocupan de nada, donde alcanzan la suprema función simbólica: Abrir las puertas de la noche.

La mano es el órgano capital del escultor, intermediador necesario entre la materia y el inconsciente en la búsqueda de la trascendencia de la forma.

Siendo para Platón “aquello por lo cual intenta el hombre orientar su avance a la vez que adquiere la peligros a experiencia de la distancia del mundo” (Brun) es, al mismo tiempo mano ciega, mano en cuyo límite acaba la posibilidad de lo tangible y, aunque transformadora, táctil, prensil, frontera ante la materia intransitiva que acoge todo el sentido albergando la expresión del artista, imposibilitado, encerrado, anhelante de dar, de percibir, de comunicar, y cuyo vehículo, la materia insensible e inmóvil debe latir, albergar el espíritu para ser algo más que un cachivache inerte que, aunque corpóreo, pueda mostrar la expresión de un dios.

Según Jung “todo lo que no tiene nombre no existe”, según Lacan “en el lugar donde se despliega la palabra quedan huellas de lo que de sangre se hace letra”. Así la mano como posibilitadora de lenguaje arbitraría todo lo que de ella fluyese. Igualmente lo sentía así Giacometti “los torrentes comienzan a fluir entre mis palmas”. Si trascendentes, también trascendidas. “Las manos descubren lo que pierden y lo que les falta: hacen la experiencia de lo intangible” (Brun)

Cuando los falangistas decidieron dar muerte en Coruña a Luis Huici y a Francisco Miguel, debieron antes cumplir con el ritual profundamente simbólico de cortar aquello que los posibilitaba de un modo trascendente, pues sus manos eran transitivas, aquello que podía nombrar. Era preciso que antes de la definitiva desaparición con la muerte fuese abolido “el lugar donde se despliega la palabra” en el que podían divisarse “huellas de lo que de sangre se hace letra”, materialización vibrátil del espíritu. Y les cortaron las manos.

Perfectamente así representa Granell de color rojo estas manos del fetiche, de la diosa, de la encarnación material de la musa con unas manos rojas, rojas de sangre, de remover con ellas las vísceras del creador, víctima propiciatoria; pero rojas también de pasión de vida, de todo lo que fluye a través suyo para posibilitar lo tangible y lo intangible. Rojas de haber sido cercenadas.

Presenta la figura aún otro elemento que disturba su verticalidad ascendente. Es un collar en su más sintética descripción escultórica, siquiera bordea el cuello. Elemento horizontal y “estadio intermedio entre la desmembración aludida por la multiplicidad y la verdadera unidad de lo continuo” (Cirlot). Hay dos cuentas en el collar. Son dos pequeños astros en forma de margarita, en realidad dos pendientes formados con pétalos. Flores, “símbolos de fugacidad en su esencia”, también “imagen del centro” (Cirlot) y vértices desde los que parten las líneas imaginarias que uniendo ojos, pechos y cuentas componen un hexágono en el que queda enmarcado el cuello total y absolutamente negro: nigredo, sombra, materia prima, culpa, penitencia, noche, significante, esencia última de la pieza sin elemento alguno que lo decore o lo distraiga. Es decir: nada.

Con este último elemento representativo se define el símbolo completo. Decir tan sólo que si cerda o yegua, amada, puta, vampiro o abraxas, Isis, Ío o Deméter, los tres colores que la representan son el negro, el blanco y el rojo, y estos tres colores que varían como los de las fases de la luna, representan así mismo la actividad nocturna del poeta, su actividad lunar y son la última prueba e inequívoca de que lo representado inconscientemente por Eugenio es lo que es, y que Eugenio en algún momento a través de insondables istmos descendió al abismo simbólico del que extraer la forma única, una forma completa que se expresa a sí misma, pero también, que participa del contenido simbólico de su figuración significante.
 

BIBLIOGRAFÍA:

Juan Eduardo Cirlot. Diccionario de Simbolos. Labor. Barcelona, 1979.

Juan Eduardo Cirlot. Carta a André Bretón. Ciudad de Ceniza. El surrealismo español en la postguerra. Museo de Teruel, 1995.

Jean Brun. La Mano y el espíritu. Fondo de Cultura Económica. México 1975.

Alberto Giacometti. Ècrits. Hermann éditeurs des sciences et des arts. París, 1997.

André Bretón. Manifiesto del surrealismo.

Charles Baudelaire: Salón de 1846. Editorial Fernando Torres. Valencia, 1976.

Francisco Calvo Serraller. Imágenes de lo insignificante. Taurus. Madrid, 1987.

Gilbert Shelton. Las aventuras del gato de Fat Freddy. El Vívora. Ediciones la Cúpula. Barcelona.

Antón Ehrenzweig. El orden oculto del arte. Editorial Labor. Madrid, 1973.

Walter Benjamin. Discursos Interrumpidos I. Filofofía del arte y de la historia. El arte en la época de la reproductibilidad técnica. Taurus. Madrid, 1987

Emmanuel Guigon. Historia del Collage en España. Museo de Teruel. Teruel, 1995.

José Ángel Valente. Obra Completa. Galaxia Gutembreg. Barcelona, 2007.

Robert Graves. La diosa blanca 1 y 2. Alianza Editorial. Madrid, 1983.

Aldous Huxley. Temas y variaciones. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1962.

Ean Begg. Las vírgenes negras. Martínez Roca. Barcelona, 1987.

Mircea Eliade. Fragments d’ un journal I, II, III. Gallimard. París, 1973, 1981, 1991.

Eugenio F. Granell. La leyenda de Lorca y otros escritos. Costa–Amic, editor. México, 1973.

VV.AA. Antonio Saura. El arte visto por los artistas. Taurus. Madrid, 1987.

SUBIR